
Las lecturas del Domingo 32 del tiempo ordinario giran en torno a los casos de dos viudas a las que Dios parece pedir que renuncien a lo que necesitan en su vida, pero en realidad es que Dios quiere darse a nosotros, aunque hace falta fe para ver que salimos ganando por mucho que demos… Y es que no damos de lo nuestro, sino que caemos en la cuenta de que todo lo que tenemos es don de Dios y que damos fruto al “devolvérselo” a Dios voluntariamente: Dios no nos quita nada, nos quiere a nosotros pero no para quitarnos, es para que aceptemos el don de vivir con Él… De ahí que la segunda lectura insista en la perfección del sacerdocio de Cristo: no es alguien que nos pida un pago, es alguien que nos da más de lo que imaginamos.
La semana pasada vimos a Jesús exponer que hay que amar a Dios y al prójimo, hoy parece que nos explica cuáles son los obstáculos, o sea el mal que nos puede frenar en el camino: el poner primero al yo, en primer lugar están los obstáculos interiores, los escribas, la soberbia; y luego los obstáculos exteriores, representados aquí por la pobreza. No podemos esperar a que no haya inconvenientes para amar a Dios (en sí o en los demás). El ejemplo de las viudas puede verse hoy en el ejemplo de esa madre cuya hija murió atropellada y que tras asistirla animándola a ir al cielo en sus últimos instantes de vida fue a abrazar a la otra madre de familia, la que la había atropellado. Más tarde, ella y su marido escribieron esta carta.
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