Mes: noviembre 2021

Frontal de Guils; finales s. XIII, Museo del Prado.

Solemnidad de Cristo Rey: un Reino de verdad y amor

El último domingo del año litúrgico, el que encabeza la semana XXXIV del Tiempo Ordinario (en este caso ciclo B), se celebra la solemnidad de Cristo Rey.

La primera lectura, del capítulo 7 del libro de Daniel, señala como características del reino del Hijo del Hombre que es eterno: no pasará. Esto se corresponde, como veremos, con lo que Jesús dice a Pilato de que su Reino no es de este mundo: no se refiere a que no esté en este mundo, sino a que no se limita a este mundo, no es caduco, no pasa, es un bien permanente, eterno, como lo es el Ser de Dios; también podremos relacionarlo, como veremos enseguida, con la eternidad como rasgo propio del alma humana.

El Salmo 93 vuelve a insistir en la eternidad del Reino, pero añade algo: «la santidad embellece tu casa». El Ser de Dios, su Reino, no se impone oprimiendo o poniendo límites, sino al contrario, se difunde como el bien que es posible compartir y comprender, de ahí la referencia a la belleza; elimina toda sombra de maldad, de ahí que se defina como santo.

De la segunda lectura, tomada del primer capítulo del Apocalipsis, resalto la frase que dice que «nos purificó e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios». No es un reino militar, que se impone por la violencia y domina un territorio, no es un reino económico, que extrae beneficios materiales, es sacerdotal primero porque está compuesto por nosotros mismos y porque consiste en una ofrenda: no son partes de nosotros, dinero o tiempo, sino toda el alma y todos sus actos los que pueden ser ofrecidos a Dios, y solo valemos en la medida en que estamos purificados, es decir hechos dignos de ser ofrenda, gracias a la ofrenda y el perdón logrados por Cristo con su Pasión y Resurrección.

Por último estamos ya en condiciones de comprender mejor lo que Cristo dice a Pilato según el relato del capítulo 18 del Evangelio de San Juan: soy Rey, doy testimonio de la verdad, el que es de la verdad, escucha mi voz. Buscar la verdad y seguirla es el esfuerzo que se nos pide: el Reino de Dios consiste en cierta violencia, en cierta purificación, pero no impuesta ni exterior, sino impulsada por la búsqueda de la verdad, movida por un amor que es respuesta al primer paso dado por Dios, y que rompe con lo que le lleva en dirección contraria.

Una devoción antigua y nueva: del Pantocrátor a los mártires del siglo XX

Cristo Rey aparece desde la antigüedad en la figura del Pantocrátor y en el Credo (su Reino no tendrá fin); además en el Padre nuestro nos queda claro que el Reino de Dios es el destino de nuestras almas en la Trinidad (venga a nosotros tu Reino), y por tanto si la Humanidad de Cristo es el camino, el Espíritu Santo es quien lo obra en nosotros. En occidente, desde el siglo XII se profundiza más en el misterio de la Pasión de Cristo, en su representación crucificado más que en su gloria, pero no es una negación de lo anterior, sino la consideración de que Dios reina desde la cruz (regnavit a ligno Deus): el arte románico incluye a Cristo en la cruz, aunque sigue siendo mayestático, y solo con el gótico aparece visiblemente el dolor de Cristo.

En la edad moderna, la devoción al Sagrado Corazón, que debe ser amado y adorado, impulsa también la de Cristo Rey, que solo en 1925 se concreta en la solemnidad que proclama con su primera encíclica Pío XI en 1925. Es una época de rebeliones antirreligiosas, después de una también profundamente inhumana Gran Guerra; y resulta profético tanto que empiece tratando este tema el Papa que condenará los totalitarismos en sucesivas encíclicas, como el hecho de que al año siguiente comience en México una persecución religiosa en 1926 que dará muerte a innumerables mártires (relacionados o no con el movimiento cristero), quienes manifestarán su disposición para sufrir cualquier mal antes que hacerlo, gritando «¡Viva Cristo Rey!», tanto en esa persecución como en la posterior de España (con martirios entre 1934 y 1939) y la causada por el nazismo (con martirios desde 1934 en Alemania, desde 1939 en Polonia y otros países).

Domingo 32 T.O. (B): Las dos viudas: Todo se lo debemos (dar) a Dios

Las lecturas del Domingo 32 del tiempo ordinario giran en torno a los casos de dos viudas a las que Dios parece pedir que renuncien a lo que necesitan en su vida, pero en realidad es que Dios quiere darse a nosotros, aunque hace falta fe para ver que salimos ganando por mucho que demos… Y es que no damos de lo nuestro, sino que caemos en la cuenta de que todo lo que tenemos es don de Dios y que damos fruto al «devolvérselo» a Dios voluntariamente: Dios no nos quita nada, nos quiere a nosotros pero no para quitarnos, es para que aceptemos el don de vivir con Él… De ahí que la segunda lectura insista en la perfección del sacerdocio de Cristo: no es alguien que nos pida un pago, es alguien que nos da más de lo que imaginamos.

La semana pasada vimos a Jesús exponer que hay que amar a Dios y al prójimo, hoy parece que nos explica cuáles son los obstáculos, o sea el mal que nos puede frenar en el camino: el poner primero al yo, en primer lugar están los obstáculos interiores, los escribas, la soberbia; y luego los obstáculos exteriores, representados aquí por la pobreza. No podemos esperar a que no haya inconvenientes para amar a Dios (en sí o en los demás). El ejemplo de las viudas puede verse hoy en el ejemplo de esa madre cuya hija murió atropellada y que tras asistirla animándola a ir al cielo en sus últimos instantes de vida fue a abrazar a la otra madre de familia, la que la había atropellado. Más tarde, ella y su marido escribieron esta carta.
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Shemá Israel: y al prójimo como a ti mismo

Las lecturas del XXXI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B) dan un paso más sobre en qué consiste ese seguimiento de Cristo que el domingo anterior emprendió el ciego Bartimeo: se requiere la misericordia de Dios y la colaboración humana, y esta con todas las fuerzas, con todo el corazón, y de forma práctica, de modo que para amar a Dios, como prescribía la Shemá Israel, hay que amar al prójimo como a uno mismo. Cristo completa la enseñanza del Antiguo Testamento mostrando la otra cara de la moneda de la caridad.
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