Llevamos ya unas semanas meditando sobre pobreza y riqueza, sobre corazones entregados o divididos. En estas lecturas se nos presenta la necesidad de «hacerse pobre»; quizá para que no pensemos que uno nace rico o pobre y ya está predestinado a condenarse o salvarse y no puede cambiar su vida ni el mundo: como dice el Aleluya, Cristo, siendo rico se hizo pobre para enriquecernos a los demás (que, por cierto, repite el del domingo pasado).
Profecía de Amós (Am 6, 1a, 4-7): ¡Ay de aquellos que se sienten seguros!
Salmo 146: El Señor endereza a los que ya se doblan.
Lectura de la primera carta de San Pablo a Timoteo (1 Tim 6, 11-16 ): Combate, conquista la vida eterna, guarda el mandato.
Aleluya (2 Co 8, 9): Jesucristo se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.
Evangelio según San Lucas (Lc 16, 1-13), el pobre Lázaro y el rico (apodado tradicionalmente Epulón, que deriva del verbo latino epulor, festejar, cenar suntuosamente): recibiste bienes y él males, por eso tú eres atormentado y él consolado. Tus familiares: que escuchen a Moisés y los profetas.
Prédicas sobre estos textos: ¿Hace falta pasarlo mal para ir al Cielo; los que reciben bienes van al infierno? ¿O es que el rico que pide piedad recibe el justo castigo por la piedad que no tuvo con el pobre?
Cabría incluso añadir que esta parábola hace referencia a un asunto muy actual: las sectas, pues cuando Epulón pide aparecerse a sus familiares para advertirles de que van por mal camino, está planteando una vía extraordinaria, que es la que pretenden las sectas al ofrecerse como único camino de salvación para unos escogidos (incluyendo opciones como la de consultar a espíritus etc): la Iglesia es, sí, el único camino, pero es accesible a todos: todos tienen a Moisés y los profetas.