Después de tres semanas en que el Reino de los Cielos se ha comparado en las lecturas de la misa con una viña en la que Dios nos pide trabajar, las lecturas del 28º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A) nos hablan de la plenitud en la relación de amor personal entre Dios y el hombre con la parábola de un banquete de bodas.
Primera lectura Isaías 25, 6-10: «Dios prepara un festín para todos los pueblos, aniquilará la muerte para siempre». Luego el festín es eterno. «Celebremos y gocemos con su salvación».
Salmo 22: Pero antes hay que pasar por la muerte: «Aunque camine por cañadas oscuras», después nos prepara Dios la mesa frente a esos enemigos, el mal, del que nos librará. «Habitaré en la casa del Señor por años sin término».
Segunda lectura, san Pablo a los Filipenses (4, 12-14 y 19-20). Todo lo puedo en aquel que me conforta; nuevamente la promesa de que «proveerá a todas vuestras necesidades» y de esa forma se dará a Dios gloria. A esa esperanza nos anima el aleluya (Cf. Ef. 1, 17-18), «para que comprendamos cuál es la esperanza a que nos llama».
Y por fin el evangelio del banquete de boda, donde «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos». Mt 22, 1-14. Obviamente, los descartados lo son por su propia injusticia: hasta al más pobre se le pide que ponga todo su amor en esa relación en la que sabemos que todo es gracia al principio. Es una relación personal en la que no se entra «a mogollón», a pesar de que pueda dar esa sensación la expresión del compelle intrare, obligad a entrar a todos. Pero no se entra sin más, es preciso ponerse un traje de bodas. No por ser para todos deja de ser solemne, si no queremos no hay relación, es quien no se pone un traje especial, quien no se esfuerza en darse, quien se está excluyendo.
Algo que parece abstracto pero que debe, o desde luego puede, concretarse en el banquete extraordinario al que somos invitados todos los días de nuestra vida, y al que siempre hemos de dar solemnidad: