La tarde del jueves 5 de septiembre de 2019 el Papa Francisco respondió así en la Catedral de la Inmaculada Concepción de Maputo a la pregunta sobre la crisis de identidad del sacerdote:
Queridos hermanos y hermanas, nos guste o no, estamos llamados a enfrentar la realidad tal como es. Los tiempos cambian y debemos reconocer que a menudo no sabemos cómo insertarnos en los nuevos tiempos, en los nuevos escenarios; podemos soñar con las “cebollas de Egipto” (cf. Nm 11,5), olvidando que la Tierra Prometida está adelante y no atrás, y en ese lamento por los tiempos pasados, nos vamos petrificando, nos vamos “momificando”. No es algo bueno. Un obispo, un sacerdote, una religiosa, un catequista momificado. No, no está bien. En lugar de profesar una Buena Nueva, lo que anunciamos es algo gris que no atrae ni enciende el corazón de nadie. Esta es la tentación.
Nos encontramos en esta catedral, dedicada a la Inmaculada Concepción de la Virgen María, para compartir como familia lo que nos pasa. Como familia que nació en ese “sí” que María le dijo al ángel. Ella, ni por un momento miró hacia atrás. Es el evangelista Lucas quien nos narra estos acontecimientos del inicio del misterio de la Encarnación. Quizás en su modo de hacerlo encontremos respuestas a las preguntas que habéis hecho hoy —obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas… ¡Los seminaristas no han hecho! [ríen]— y descubramos también el estímulo necesario para responder con la misma generosidad y premura de María.
San Lucas va presentando en paralelo los acontecimientos vinculados a san Juan Bautista y a Jesucristo; quiere que en el contraste descubramos aquello que se va apagando del modo de ser de Dios y de nuestro relacionarnos con Él en el Antiguo Testamento, y el nuevo modo que nos trae el Hijo de Dios hecho hombre. Un modo, en el Antiguo Testamento, que se extingue, y otro nuevo que Jesús trae.
Es evidente que en ambas anunciaciones —la de Juan Bautista y la de Jesús— hay un ángel. Pero, en una, la aparición se da en Judea, en la ciudad más importante: Jerusalén; y no en cualquier lugar, sino en el templo y, dentro de él, en el Santo de los Santos; el ángel se dirige a un varón, y sacerdote. Por el contrario, el anuncio de la Encarnación es en Galilea, la más alejada y conflictiva de las regiones, en una pequeña aldea, Nazaret, en una casa y no en una sinagoga o lugar religioso, y se hace a una laica, una mujer —no a un sacerdote, no a un hombre—. El contraste es grande. ¿Qué ha cambiado? Todo. Todo ha cambiado. Y, en ese cambio, está nuestra identidad más profunda.
Vosotros preguntabais qué hacer con la crisis de identidad sacerdotal, cómo luchar contra ella. A propósito, lo que voy a decir relativo a los sacerdotes es algo que todos —obispos, catequistas, consagrados, seminaristas— estamos llamados a cultivar y desarrollar. Hablaré para todos.
Frente a la crisis de identidad sacerdotal, quizás tenemos que salir de los lugares importantes, solemnes; tenemos que volver a los lugares donde fuimos llamados, donde era evidente que la iniciativa y el poder eran de Dios. Ninguno de nosotros ha sido llamado para un puesto importante, ninguno. A veces sin querer, sin culpa moral, nos habituamos a identificar nuestro quehacer cotidiano como sacerdotes, religiosos, consagrados, laicos, catequistas, con ciertos ritos, con reuniones y coloquios donde el lugar que ocupamos en la reunión, en la mesa o en el aula es de jerarquía; nos parecemos más a Zacarías que a María. «Creo que no exageramos si decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres —sí, el sacerdote es el más pobre de los hombres— si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. La debilidad del sacerdote, del consagrado, del catequista. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48)» (Homilía en la Misa Crismal, 17 de abril de 2014). Hermanos y hermanas: Volver a Nazaret, volver a Galilea puede ser el camino para afrontar la crisis de identidad. Jesús nos llama, después de su resurrección a volver a Galilea para encontrarlo. Volver a Nazaret, a la primera llamada, volver a Galilea, para resolver la crisis de identidad, para renovarnos como pastores-discípulos-misioneros. Vosotros mismos expresabais cierta exageración en la preocupación por generar recursos para el bienestar personal, por “caminos tortuosos” que muchas veces terminan privilegiando actividades con una retribución garantizada y generan resistencias a entregar la vida en el pastoreo cotidiano. La imagen de esta sencilla doncella en su casa, en contraste con toda la estructura del templo y de Jerusalén, puede ser el espejo donde miremos nuestras complicaciones, nuestros afanes, que oscurecen y dilatan la generosidad de nuestro “sí”.
Las dudas y la necesidad de explicaciones de Zacarías desentonan con el “sí” de María que sólo requiere saber cómo se va a dar todo lo que le suceda. Zacarías no puede superar el afán de controlarlo todo, no puede salir de la lógica de ser y sentirse el responsable y autor de lo que suceda. María no duda, no se mira a sí misma: se entrega, confía. Es agotador vivir el vínculo con Dios como Zacarías, como un doctor de la ley: siempre cumpliendo, siempre creyendo que la paga es proporcional al esfuerzo que haga, que es mérito mío si Dios me bendice, que la Iglesia tiene el deber de reconocer mis virtudes y esfuerzos. Es extenuante. Es extenuante vivir la relación con Dios como lo hace Zacarías. No podemos correr tras aquello que redunde en beneficios personales; nuestros cansancios deben estar más vinculados a nuestra capacidad de compasión. ¿Tengo capacidad de compasión? Son tareas en las que nuestro corazón es “movido” y conmovido. Hermanos y hermanas: La Iglesia pide capacidad de compasión.