La verdad y el bien son la marca de Dios, son inseparables de su Ser, de modo que el deseo de buscarlos constituye una prueba de su existencia, que Él mismo ha inscrito en el ser humano. Este puede ser el hilo conductor de las lecturas del XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B).
Tanto la primera lectura (Números, 11, 25-29) como el Evangelio (Marcos 9,38 y siguientes) nos presentan una situación similar, en la que alguien quiere impedir acciones «buenas» (profetizar o echar demonios) porque quienes las hacen no están con el grupo de los «buenos» (los que habían sido congregados por Moisés para repartir su espíritu: dos que estaban en la lista se quedaron en el campamento; los discípulos de Jesús: alguien actúa invocando su nombre, pero no va con él).
Estas lecturas no son una invitación a la «tolerancia», sino a reconocer que la búsqueda de la verdad (profetizar) y la práctica del bien (echar demonios) son auténticos signos de la acción y presencia de Dios, aunque no se acompañen de otros signos visibles con los que queremos darnos la seguridad de «pertenecer a su grupo» o llevar su marca.
La tolerancia puede ser indiferencia o, incluso peor, negación del valor de la verdad y del bien, y por tanto de su necesidad y de la obligación de buscarlas: si negamos la huella, negamos al creador como fuente de toda verdad y bien, y la tolerancia se convierte en indiferencia ante el bien y el mal, donde solo importa la búsqueda de la comodidad para el propio yo. Eso es lo que condenan tanto el el salmo 18, que señala el orgullo como el peor de los pecados, como la segunda lectura, que señala las consecuencias del egoísmo de buscarse a sí mismo, hasta llegar al asesinato y aceptar cualquier crimen con tal de que no me afecte, en paradoja pues partíamos de esa tolerancia que aparece disfrazada de respeto.
El Evangelio, finalmente, nos da la clave para rechazar el mal y seguir el bien: no se trata de rechazar al otro, al diferente, pues queriendo corregir algo que parece malo (no va con nosotros), anularíamos el bien (echa demonios en nombre de Jesús), sino de identificar la raíz del mal en el propio yo, y su manifestación en el desprecio a los demás: frente al mal físico, que solo es aparente en el sentido de que no puede apagar la sed de verdad y bien y por tanto no nos cierra el camino a Dios, el mal moral sí separa de Dios y por tanto no cabe tolerancia respecto a él: en ese sentido se comprenden esas fuertes expresiones de que más vale la muerte más horrible (que, insisto, no nos impediría hacer el bien), que ser causa de que otros hagan el mal (escándalo) o el hacerlo uno mismo (de ahí que sería preferible haber perdido la capacidad de actuar, señalada por el gesto de cortarse la mano, el pie, arrancarse el ojo, que obviamente no tienen el sentido de hacernos un mal).
Descanso, pureza, justicia y alegría son otras expresiones usadas por el salmo para señalar el efecto de la búsqueda de la verdad y el bien, en definitiva, el deseo de felicidad inscrito en el alma humana que solo Dios puede saciar, como señalaba san Agustín en el comienzo de sus Confesiones:
Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti (I, 1, 1).
En este mismo sentido se entiende que santo Tomás de Aquino afirmara que «toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est, Sum. Theol., I-II, q. 109, a. 1 ad 1) o, en una anécdota más campechana, que me contaba hace unos días un sacerdote, que un muchacho de su colegio se acercara a ese profesor diciéndole: Los ateos, ¿podemos ir al Cielo? Incluso el que aún no encontrado a Dios, si es consciente de que está hecho para buscar un bien infinito, es «de los nuestros», porque reconoce en sí la marca de Dios y está en camino de hallarle.